2/24/22

Sorvete de Milho

 



Ahora estoy en una isla. Es de noche. El grillo se lima incansable y los perros parecen ladrar porque escuchan que estoy fumando. Delatan al que apareció de la nada en la baranda siempre quieta. A lo lejos se escucha el motor de un barco regulando.

Da para pensar las cosas de esta forma en esta isla.

Enfrente la luz amarillenta incrustada como si nada en la soberbia mata atlántica ilumina una silla blanca, una mesa, lo que seguro va a quedarse así hasta mañana.

Esta es una forma de vecindad relajada pero imponente. Hay poder, de ese que ya no parece poder.

La gente que pasa caminando a mis espaldas se ríe con ganas como si estuvieran en el bar.

Es el momento de los turistas en la isla, nuestro momento.

Era inevitable que las cosas terminen así.

Estamos instalados con una serie de controles automáticos, claves y vigilancia. Pero al final todo parece un simulacro, hecho para asustar, casi como un juego. El poder es tan grande que basta con un simulacro porque hay equilibro y las tensiones se regulan de una forma que no podemos penetrar. Un abismo quien sabe de qué espesor.

Da para pensar las cosas de esta forma en esta isla. Da para pensarlas así, con las frutas del supermercado creciendo en árboles 3D, aesthetic, como si nada frente a la ventana. Arboles rodeados de flores que parecen racimos de pájaros exóticos, estampa tropicalista.

No da para perder la cabeza en esta isla, menos en esta casa. No da para perder la cabeza que conozco, mejor dicho. Da para encontrarse una nueva porque alrededor se desarrolla el orden vegetal de simplemente estar y verlo es una pausa.

Hablamos de la osadía de incrustarse ahí, nombrar, robarle una parte al orden. “El poder compra una pausa ”, dijo alguien ayer. El poder se ha instalado en el mato y todo lo transforma en instrumento, hasta para meditar.

Da para pensar cualquier cosa en esta isla donde atardece sobre la playa a las siete de la tarde.